jueves, 27 de enero de 2011

Ella

La sala estaba recargada con un penetrante olor a polvo, café y pergamino, alegrado por la fragante madera de los pesados escritorios repartidos en hileras paralelas a altísimos estantes de libros, tan altos que eran necesarias escaleras rodantes para poder acceder a los volúmenes mas apartados.

La luz dorada de varias lámparas de gas caía juguetonamente sobre los estudiantes ahí reunidos, alumbrando los curiosos símbolos de aspecto griego repartidos sobre el amarillento papiro que tanta confusión les causaba. El ambiente en sí era relajado, con comentarios y charlas en voz alta a pesar de la certidumbre de que lo que se tenía enfrente era una importante evaluación y que terminaría por afectar a nuestras vidas de manera muy importante, nadie temía admitir que poco y nada sabían sobre lo que se les presentaba, ni siquiera la lengua.

Mas a pesar de esta certeza de que no lo sabían interpretar, nadie objetó nada, pues aparentemente era un curioso suceso en el que la palabra glosolalia quedaría bien empleada. Y sí, a pesar de todo no importaba mucho, pues el carácter del mensaje quedaba en un punto perdido entre la filosofía, la química y la literatura...posiblemente alquimia. Perdón, eso fue una interpretación alegre.

Poco apoco, a lo largo de horas muertas en nuestras conciencias, pues era casi seguro que todo esto sucedió de noche y a juzgar por la iluminación exterior era ya de mañana, los pergaminos fueron entregándose a figuras sin mucho para resaltar, figuras que hubieran pasado desapercibidas de no ser porque todo el mundo se dirigía hacia ellas.

Y ahí estaba ella, de pie en una estancia atestada de escritorios que entorpecían el paso de los numerosos juveniles, alumbrada por la blanquesina y nubosa luz que se filtraba por un alto y melancólico vitral de cristales dificiles de apreciar. Hermosa como nadie que hubiera visto antes, su belleza no era una que pudiera ser la más apreciada por todos los hombres, sino una que me dejó sin habla alguna a mi y nadie mas.

Porque, ella era perfecta, con su larga cabellera negra curveandose sobre sus hombros, su espalda, los afilados rasgos de su rostro y uno de sus ojos miel...

Esta era la especie de belleza que no fascina por sus rasgos concretos, sino porque nadie la puede capturar en palabras, menos palabras de un idioma tan atrincherado como éste. Me limitaré entonces a describir su ropa, pues tiempo extraviado es aquel que se gasta en describir la hermozura, siendo esta un concepto diferente para cada quien.

Llevaba una larga blusa que podría ser confundida por un pequeño vestido, de un vibrante color rojo que exaltaba la palidez de su piel. Pero no un rojo sanguíneo, sino el rojo floral de las amapolas, surcado por intrincados diseños de carácter barroco que se fundían con su sinuosa figura. Por debajo de esta se vislumbraban unos pantaloncillos negros y ajustados que alcanzaban a tapar hasta la rodilla, delineando la perfección del contorno de su cuerpo.

Caminé hacia ella, con pasos firmes e inseguros a la vez, con una voluntad nutrida por su hechizo y flaqueando por el miedo. El rostro que antes estaba nublado por la luz, ahora se veía con toda claridad, irradiando su encanto de la misma manera que una fogata irradia calor.

Un paso, era lo único que me separaba, solo un paso...

¡Y a mi padre se le ocurre despertarme porque había acordado salir con él a Toluca a las 8 de la mañana!

2 comentarios:

  1. Ahhh, eso siempre es horrible; que te despierten en el mejor momento.
    Qué coraje da.

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  2. Ese lapso es la pequeña vida de algunos de mis más amados -y ahora olvidados- personajes.

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